Para quienes hemos vivido largos períodos dictatoriales habiendo tenido previamente la experiencia de conocer los horizontes que abre y a la vez sus límites, la democracia es como el aire que respiramos: mientras lo tenemos no nos damos cuenta de su valor y de su necesidad, si nos falta hay que ver cómo nos duele. Sin embargo la democracia no es ni fácil ni placentera a veces; como lo señalara Estanislao Zuleta, “la democracia implica la aceptación de un cierto grado de angustia”. No es una panacea ni algo genético, es una construcción cultural que posiblemente manifiesta uno de los más altos logros de nuestra especie. Sin embargo esta construcción cultural propia de Occidente no necesariamente se traduce automáticamente en logros civilizatorios al buscar implantarla en contextos culturales que no le son propios; a veces puede funcionar –como en algunos países asiáticos– y a veces no. Eso es evidente al observar la trágica situación que se vive en el Medio Oriente, donde dos sociedades –Afganistán e Iraq– fueron desestructuradas y desestabilizadas hasta un punto inimaginable al buscar imponerles nuestras nociones de la “vida buena” y nuestras concepciones políticas respecto al buen gobierno.
Publicado: 2018-07-01